El principio de progresividad: fundamental frente al riesgo de regresividad institucional en México.
- GCDS

- 27 oct
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I. Introducción: origen y sentido del principio
El principio de progresividad surge de una intuición jurídico–moral sencilla y poderosa: los derechos no se agotan en su reconocimiento formal, sino que requieren un proceso continuo de expansión material en su protección y garantía. En el plano internacional, la formulación moderna del principio se consolidó con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966). A partir de entonces, la idea de que los Estados deben avanzar —y no retroceder— en la efectividad de los derechos se integró al derecho internacional de los derechos humanos y a las prácticas de control constitucional.
En México, la reforma constitucional de 2011 colocó a la progresividad en el corazón del sistema jurídico. El artículo 1º estableció el bloque de principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad y, con ello, impuso a todas las autoridades la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos. La progresividad no significa velocidad, sino dirección: avanzar sin retroceder; digamos, es la garantía del tiempo en favor de la dignidad.
Desde una lectura teórico–jurídica, la progresividad dialoga con la noción de Estado constitucional de derecho: los poderes públicos deben justificar sus decisiones en clave de derechos y el estándar mínimo alcanzado en su protección no puede disminuir por razones coyunturales. La efectividad de los derechos exige instituciones capaces de sostener avances graduales, verificables y públicos.
Ese es el trasfondo que vuelve relevante el principio frente a ciclos de intensa reforma normativa.
II. ¿Progresividad o Postergación Indefinida? La Distorsión de un Principio Fundamental
La progresividad es uno de los pilares fundamentales del sistema de derechos humanos en México, especialmente en materia de derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (DESCA). En términos sencillos, significa que el Estado no puede retroceder en los derechos que ya garantizó y que debe avanzar de manera constante, en principio debería ser atendiendo a los recursos disponibles, pero no habiendo claridad sobre el particular, es complejo poder empujar hacia la plena realización de esos derechos.
Suena razonable. Pero en la práctica mexicana, este principio se ha convertido en un arma de doble filo.
La "enfermedad legislativa" que padece el país, esto es, el reformar por reformar, anunciar leyes sin presupuesto, crear instituciones sin autonomía real, declarar derechos sin mecanismos de exigibilidad o más aún, crear restricciones, ha terminado por corromper la progresividad, lo que quiere decir que en lugar de ser un mandato de avance gradual pero obligatorio, se usa como excusa permanente para la inacción. Las autoridades invocan "falta de recursos" o "implementación paulatina" como escudo frente a cualquier exigencia de cumplimiento, mientras que al mismo tiempo anuncian nuevas estrategias, planes y programas que tampoco se ejecutan.
El resultado es catastrófico: México tiene más leyes ambientales y climáticas que nunca, pero menos cumplimiento que antes; con lo que lamentablemente al distorsionar la progresividad, se legitima el simulacro. Leyes que no se cumplen, derechos que no se ejercen, compromisos internacionales que no se materializan. Todo ello envuelto en un discurso técnico-jurídico que tranquiliza a la opinión pública ("estamos avanzando progresivamente") mientras la realidad se deteriora.
Esto nos lleva a la simple consideración de que si no rescatamos el verdadero sentido de la progresividad (avance medible, verificable, con cronograma y consecuencias por incumplimiento), seguiremos atrapados en un ciclo de retórica ambiental sin resultados, donde las víctimas del cambio climático, la contaminación y la devastación ecológica jamás verán garantizados sus derechos, porque "el Estado está trabajando en ello, progresivamente". Y así, indefinidamente, mientras todo se derrumba.
III. Fundamento constitucional y convencional en México
La Constitución mexicana incorpora expresamente el principio de progresividad en el artículo 1º. Esta cláusula se articula con el control de convencionalidad: los tratados internacionales en materia de derechos humanos, entre ellos el Pacto DESC (El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), también conocido como Pacto DESC, es un tratado internacional de derechos humanos adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966 y que entró en vigor el 3 de enero de 1976) forman parte del parámetro de regularidad constitucional. De este modo, el mandato de progresividad tiene doble anclaje: constitucional y convencional.
En términos operativos, la progresividad impone dos obligaciones complementarias. La primera, positiva, ordena al Estado adoptar medidas legislativas, administrativas, presupuestales y jurisdiccionales para mejorar gradualmente el nivel de goce y ejercicio de los derechos. La segunda, negativa, prohíbe adoptar medidas regresivas —aquellas que reducen, limitan o suprimen el nivel de protección previamente alcanzado— salvo que exista una justificación constitucionalmente válida, estricta y proporcionada.
El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Observación General núm. 3, 1990) precisó que toda medida regresiva se presume incompatible con el Pacto y solo puede admitirse si el Estado demuestra que es necesaria, razonable y que no afecta el contenido esencial del derecho. En la jurisprudencia mexicana, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha sostenido que el principio de progresividad opera como límite al retroceso legislativo y administrativo, y como criterio hermenéutico para orientar políticas públicas y decisiones jurisdiccionales.
De esta manera, la progresividad no es un ideal programático, sino una obligación jurídica exigible que se traduce en cargas específicas de justificación para autoridades legislativas, administrativas y jurisdiccionales.
IV. La regresividad: definición, manifestaciones y consecuencias
Desde el punto de vista conceptual, la regresividad es la contracara de la progresividad. Se actualiza cuando una reforma, una política pública o un acto administrativo reducen el grado de satisfacción de un derecho previamente alcanzado, sin una justificación constitucionalmente suficiente. La regresividad puede ser expresa como sería la derogación de una norma protectora, eliminación de un programa social, reducción de un estándar técnico o silenciosa omisión de actualización de estándares, debilitamiento institucional o restricciones procedimentales.
Para efectos prácticos, conviene distinguir tres vías frecuentes de regresividad:
(i) La normativa, cuando se modifica el texto legal para disminuir la protección;
(ii) La institucional, cuando se debilitan órganos técnicos, se concentran atribuciones sin contrapesos o se elimina la evaluación independiente;
(iii) La procedimental, cuando se restringe la participación ciudadana, el acceso a la información o la justicia. En los tres casos, el resultado es el mismo: el estándar de protección se reduce.
Las consecuencias de la regresividad no son meramente retóricas. En el plano constitucional, vulnera la obligación de no retroceso; en el plano administrativo, erosiona la eficacia del principio de legalidad y la rendición de cuentas; en el plano social, deteriora la confianza en la capacidad del derecho para ordenar la vida pública. De allí que la jurisprudencia exija justificaciones reforzadas cuando una autoridad pretende modificar a la baja el nivel de garantía alcanzado.
La carga de la prueba corresponde a la autoridad: debe demostrar necesidad, idoneidad y proporcionalidad estricta.
V. Progresividad y dimensión ambiental: lectura ecológica del Estado constitucional
El principio de progresividad encuentra un terreno particularmente fértil en materia ambiental. El derecho a un medio ambiente sano posee rasgos especiales: su proyección es intergeneracional, los daños pueden ser irreversibles y los efectos se distribuyen de manera desigual en la población. Por ello, la obligación de avanzar en estándares de protección ambiental y de evitar retrocesos adquiere un matiz de urgencia estructural.
Diversos instrumentos internacionales refuerzan esta lectura. La Declaración de Río (1992) y la Agenda 2030 insisten en la necesidad de armonizar desarrollo y sostenibilidad, mientras que el Acuerdo de Escazú fortalece los pilares de acceso a la información, participación pública y justicia en asuntos ambientales. Estos tres elementos, cuando se deterioran, suelen generar regresividades indirectas, esto es, si la ciudadanía no puede informarse, participar o litigar, la protección real del ambiente se reduce aunque las normas formales permanezcan.
En el ámbito interno, la progresividad ambiental exige mantener, de preferencia mejorar los estándares técnicos de evaluación, prevención y control; asegurar capacidades institucionales suficientes; y transparentar la asignación presupuestal para que exista trazabilidad entre discurso, regulación y resultados. En políticas de agua, aire, suelos y biodiversidad, la progresividad funciona como criterio de consistencia en el sentido de evitar que la coyuntura económica o administrativa sirva como pretexto para disminuir la protección efectiva.
Así entendida, la progresividad ecológica vincula a los tres órdenes de gobierno y a los poderes públicos. La planeación, la coordinación interinstitucional y la medición independiente de resultados (indicadores y sistemas de información abiertos) no son accesorios: constituyen la infraestructura mínima para que el mandato de progresividad sea verificable. Cuando esa infraestructura se debilita, el sistema entero se vuelve más vulnerable a retrocesos encubiertos.
VI. Progresividad, técnica legislativa y control constitucional en ciclos de reforma
Los periodos de intensa producción normativa plantean desafíos específicos para la progresividad. La técnica legislativa deficiente a lo que hay que adicionar, la ausencia de diagnósticos, falta de evaluación de impacto regulatorio, redacciones ambiguas, desconocimiento de estándares internacionales, incluyendo de lo que se está propiamente regulando, incrementa el riesgo de retroceso.
Un texto mal diseñado puede (pero por lo general sucede) desplazar prácticas consolidadas, generar vacíos regulatorios o desalentar la actualización institucional, aun sin proponer formalmente una derogación.
Ante ese escenario, la progresividad opera como una pauta de control ex ante y ex post.
Ex ante, orienta al legislador y al regulador para que acrediten necesidad, idoneidad y proporcionalidad de las medidas, y para que preserven el estándar mínimo alcanzado.
Ex post, habilita a tribunales y órganos de control para revisar si, en los hechos, la medida supuso una reducción injustificada de la protección.
Este doble uso se potencia con herramientas de transparencia y participación: consultas públicas sustantivas, matrices de trazabilidad presupuestaria y sistemas de medición y verificación independientes. En conjunto, estas prácticas convierten a la progresividad en una política de Estado y no solo en un enunciado interpretativo. El resultado deseable no es la inmovilidad normativa, sino la reforma responsable: aquella que innova sin debilitar derechos, que transforma preservando el piso alcanzado.
VI. Conclusión: se podría decir la progresividad como brújula institucional
La progresividad no es un adorno del discurso constitucional. Es una cláusula estructural que protege a la sociedad frente a la volatilidad y a la improvisación. Su función es doble: obliga al Estado a avanzar en la efectividad de los derechos y le impide retroceder sin una justificación reforzada.
En contextos de cambio acelerado, la progresividad se vuelve una brújula que preserva la continuidad del Estado constitucional, orienta la planeación normativa, exige evidencia empírica y fortalece la rendición de cuentas.
En particular, la dimensión ambiental de la progresividad recuerda que las decisiones de hoy comprometen el bienestar de las generaciones futuras. La justicia intergeneracional no puede construirse con estándares decrecientes ni con instituciones debilitadas. Por ello, el compromiso con la progresividad no es un asunto retórico sino una práctica verificable: actualizar normas, fortalecer capacidades, medir resultados y rendir cuentas.
En suma, un Estado que renuncia a la progresividad se divorcia de su propio futuro.
La tarea es sostener reformas responsables, con técnica legislativa y controles efectivos, para que cada cambio sea un paso hacia adelante en la protección de los derechos humanos y del entorno común.
Referencias consultadas
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos – Art. 1º (reforma 2011)
Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (ONU, 1966)
Comité DESC, Observación General No. 3 (1990) – https://www.ohchr.org/es/resources/general-comment-no-3-nature-states-parties-obligations
Suprema Corte de Justicia de la Nación (SJF) – Tesis y jurisprudencia – https://sjf.scjn.gob.mx/SJF
Acuerdo de Escazú (CEPAL, 2018) – https://www.cepal.org/es/acuerdodeescazu
Declaración de Río sobre Medio Ambiente y Desarrollo (1992)
Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible (ONU, 2015) – https://sdgs.un.org/es/goals
Ferrajoli, L. (2001). Derechos y garantías: la ley del más débil. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-381-3.
Peces-Barba, G. (1999). Teoría de los derechos fundamentales. Madrid: Tecnos. ISBN 978-84-309-3382-2.
Carbonell, M. (2013). Constitución, derechos humanos y control de convencionalidad. México: UNAM-Instituto de Investigaciones Jurídicas. ISBN 978-607-02-4530-3.
Abramovich, V. y Courtis, C. (2004). Los derechos sociales como derechos exigibles. Madrid: Trotta. ISBN 978-84-8164-657-9.
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